martes, 17 de noviembre de 2009

ARTENET-SERVICIO INTERNACION DE INFORMACION CULTURAL

Puerto Santa Lucía, Florida, 16 de noviembre de 2009.

En esta edición:

1. A veinte años del asesinato de los jesuitas en El Salvador (Jon Sobrino)
2. La sonrisa de Nacho (Mario Bencastro)
3. Discurso del Presidente Funes, a 20 años del asesinato de los sacerdotes
jesuitas

* A veinte años del asesinato de los jesuitas en El Salvador *

Los mártires de la UCA. Exigencia y gracia

Jon Sobrino

Hace veinte años asesinaron a mis hermanos jesuitas de la UCA, a Julia Elba
y Celina. Yo estaba en Tailandia, y de regreso a El Salvador tenía que pasar
por San Francisco. En el aeropuerto me esperaban, con rostros impávidos,
Steve Prevett y Peggy O'Grady. En las calles de San Francisco, con un
parlante en la mano, Paul Locatelli condenaba los asesinatos, y Tessa
Rouverol le acompañaba. Me trajeron a la universidad de Santa Clara. La
comunidad me acogió como a un hermano y en ella pasé varias semanas. Al
llegar me encontré con ocho cruces plantadas delante de la Iglesia. Y cuando
un desalmado las arrancó, Paul Locatelli inmediatamente las volvió a
plantar. Nunca lo olvidaré. Por eso, ahora tengo un sentimiento de "volver a
casa". Sobre estos mártires quiero hablarles, con agradecimiento por lo que
fueron e hicieron, pero también con la convicción de que es vital
mantenerlos vivos y de que sería fatal dejarlos morir. Los mártires, ellos y
ellas, nos confrontan con nosotros mismos sin escapatoria, iluminan las
realidades más profundas de nuestro mundo y lo que hay que hacer con él.

Tenemos que enfrentarnos a los ídolos que exigen víctimas en el tercer
mundo, aunque sus raíces más hondas están en el primero, y tenemos que
trabajar por revertir la historia, y salvar así a una civilización que está
gravemente enferma, como decía Ignacio Ellacuría, a un mundo en trance de
muerte, como dice Jean Ziegler. A los cristianos los mártires nos señalan,
mejor que nada y sin temor a equivocarnos, el camino a seguir. Son los que
más nos empujan al seguimiento de Jesús y mejor nos introducen en el
misterio de su Dios.

En el mundo que llamamos de abundancia la palabra "mártir" produce
extrañeza, incluso repulsión, pero entre nosotros -y aquí asoma la paradoja
cristiana- también produce luz, ánimo y agradecimiento. Por eso no
debiéramos permitir que la palabra "mártir" pierda su vigor. Debe mantenerse
como referente cristiano y social insustituible para humanizar a este mundo.
Exactamente como la cruz de Jesús. Por esa razón hablaré ahora sobre los
ocho mártires de la UCA.

Para ponerlo en un contexto, no sólo académico, sino humano,
comienzo recordando cuál fue la reacción ante sus muertes de dos personas
bien conocidas. Uno, el Padre Arrupe. Cuando los mataron, estaba ya en cama
prácticamente sin poder pronunciar palabra ni comunicarse. Cuenta el
enfermero que, al darle la noticia, "el Padre Arrupe se echó a llorar". Era
todo lo que podía hacer, pero en el llanto el Padre Arrupe se dio a sí mismo
por entero. El otro, Noam Chomsky. Al cumplir 80 años en marzo de este año,
un periodista le preguntó qué le daba fuerza para continuar en la lucha.

"Imágenes como ésa", respondió. Y señaló con la mano un cuadro en el que
aparece el arzobispo Romero y los seis jesuitas de la UCA.

Estos seres humanos tocan las fibras más hondas de cualquier persona
honrada. Son un referente vivificante. Ciertamente los seis jesuitas. Y
también Julia Elba y Celina, aunque éstas siempre nos dejan sin palabra. En
ellas se hace presente el mysterium iniquitatis.

Quiénes fueron

La injusticia da muerte a gente inocente de formas distintas. Mata a
personas como Monseñor Romero y Martin Luther King. Y lenta o violentamente,
da muerte a grandes mayorías, a los campesinos de El Mozote en El Salvador;
antaño a los esclavos de las plantaciones de algodón.

Los jesuitas de la UCA, mártires jesuánicos

Comenzamos con los seis jesuitas. Después de Medellín, 1968, y tocados por
el sufrimiento del pueblo "se convirtieron". Aceptaron que ser jesuita es
"luchar", no sólo trabajar. "Luchar por la fe", y más sorprendente aún,
"luchar por la justicia". Así lo exigía la realidad y así lo dijo la CG
XXXII (D 2. 2). Su muerte confirmó lo que la misma congregación había
previsto lúcidamente: "No trabajaremos en la promoción de la justicia sin
que paguemos un precio" (D 4. 46).

Los mártires de la UCA lo hicieron cada uno según sus talentos, y es
bueno recordarlo para que todos nos podamos sentir cuestionados y animados.

Permítanme detallarlo mínimamente. Ellacuría, 59 años, filósofo y teólogo,
rector. Repensó la universidad desde y para los pueblos crucificados. Puso
todo su peso para combatir la opresión y represión, y para conseguir una paz
negociada. Segundo Montes, 56 años, sociólogo, fundador del Instituto de
Derechos Humanos. Se concentró en el drama de los refugiados dentro del país
y sobre todo de los que tenían que abandonarlo, los emigrantes, que entonces
huían de la represión violenta y ahora del hambre y la falta de trabajo. Los
visitaba en los campos de refugiados en Honduras. Ignacio Martín-Baró, 44
años, psicólogo social, pionero de la psicología de la liberación, fundador
del Instituto de Opinión Pública de la UCA para facilitar que se conociese
la verdad y dificultar que ésta quedara oprimida por la injusticia. Cada fin
de semana visitaba comunidades suburbanas y campesinas con las que celebraba
la eucaristía. Juan Ramón Moreno, 56 años, profesor de teología, maestro de
novicios y maestro del espíritu, acompañante de comunidades religiosas. En
Nicaragua participó en la campaña de alfabetización. Amando López, 53 años,
profesor de teología, antiguo rector del seminario de San Salvador y de la
UCA de Managua. En ambos países defendió a perseguidos por regímenes
criminales, a veces escondiéndolos en su propia habitación. Por último
Joaquín López y López, 71 años, el único salvadoreño de nacimiento, hombre
sencillo y de talante popular. Trabajó en el colegio y fue el primer
secretario de la UCA en 1965. Después fundó Fe y Alegría, institución de
escuelas populares para los más pobres.

Fueron muy distintos, pero todos ellos fueron seguidores de Jesús y
jesuitas. Es lo que nos dejan. En ellos podemos mirarnos para saber lo que
debemos ser y hacer. Digamos una palabra sobre lo que fue más suyo.

Seguidores de Jesús. Reprodujeron en forma real, no intencional o
devocionalmente, la vida de Jesús Su mirada se dirigió a los pobres reales,
aquellos que viven y mueren sometidos a la opresión del hambre, la
injusticia, el desprecio, y a la represión de torturas, desaparecimientos,
asesinatos, muchas veces con gran crueldad. Y se movieron a compasión.

"Hicieron milagros", poniendo ciencia, talentos, tiempo y descanso, al
servicio de la verdad y de la justicia. Y "expulsaron demonios". Ciertamente
lucharon contra los demonios de fuera, los opresores, oligarcas, gobiernos,
fuerza armada, y de ellos defendieron a los pobres. No les faltaron modelos,
Rutilio Grande y Monseñor Romero. Y fueron fieles hasta el final, en medio
de bombas y amenazas, con misericordia consecuente. Murieron como Jesús, y
han engrosado una nube de testigos, cristianos, religiosos, también
agnósticos, que han dado su vida por la justicia. Estos son los "mártires
jesuánicos", referente esencial para los cristianos y para cualquiera que
quiera vivir humana y decentemente en nuestro mundo. Su bautismo fue de
Espíritu de sangre y siguieron a Jesús.

Con el espíritu de san Ignacio. En este punto me voy a detener un
poco más pues hoy se habla mucho de espiritualidad ignaciana. Creo que nos
pueden ayudar a historizar a san Ignacio ciertamente en el tercer mundo y a
hacerlo útil para comprender mejor a Jesús.

El otro Ignacio, Ellacuría, hizo una relectura de los Ejercicios
desde la realidad del tercer mundo. Tres puntos me parecen fundamentales, y
pueden fungir como presupuestos ignacianos de la opción por los pobres y la
lucha por la justicia. 1) Mirar la realidad de nuestro mundo y captarla como
"pueblos que están crucificados". Ante ellos la reacción fundamental -sin
necesidad de discernimiento- es "hacer redención". 2) Ser honrados con
nosotros mismos, jesuitas, y preguntarnos "qué hemos hecho para que esos
pueblos estén crucificados y qué vamos a hacer para bajarlos de la cruz". 3)
Tomar en serio -quizás lo más difícil y menos frecuente- que hay dos modos
de caminar en la vida, de ser jesuitas, construir la sociedad y la
universidad. Son caminos opuestos y están en pugna. Uno es el camino de la
pobreza, que lleva a oprobios y menosprecios; hoy diríamos humillaciones,
difamaciones, amenazas; y de ahí a la humildad, a la hondura de lo humano, a
la verdadera vida. El otro es el camino de la riqueza, que lleva a los
honores mundanos y vanos; hoy diríamos al prestigio entre los grandes de
este mundo; y de ahí a la arrogancia, a una vida falseada, personal e
institucional. En resumen, uno conduce a la salvación -humanización- y el
otro a la perdición -deshumanización. Se trata de ganar o perder la vida,
como dice Jesús. Y de estar dispuestos a pagar el precio.

En términos de estructuras, Ellacuría insistía en que hay que elegir entre
una civilización de la pobreza -afín a una civilización del trabajo- y una
civilización de la riqueza -afín a una civilización del capital. Ésta, que
predomina en el mundo, ha generado una civilización gravemente enferma.
Aquélla, la que hay que construir, puede revertir la historia y sanar la
civilización.

Estos tres puntos: pueblo crucificado, necesidad de liberación, camino de la
pobreza -más la honradez con nosotros mismos- son, en mi opinión, lo que más
resplandece en la ignacianidad de los mártires de la UCA y lo que mejor
explica por qué que acabaron como acabaron. En la tradición de san Ignacio
ciertamente hay otras muchas cosas importantes a tener en cuenta: el
"magis", "a mayor gloria de Dios", "en todo amar y servir", "el bien cuanto
más universal más divino" -todo lo que se menciona con frecuencia en la
explosión ambiental de ignacianidad que hoy existe. Los tres puntos que
hemos mencionado en mi son más fácilmente comprensibles, también por los no
iniciados en ignacianidad, y ciertamente por los pobres. Y en mi opinión
tienen menos peligro de perderse en el ámbito de lo conceptual e
intencional. Expresan realidades claramente históricas y verificables.

En este contexto me parece oportuno recordar un hecho singular: los
mártires de la UCA nunca discernieron si era voluntad de Dios permanecer en
el país, con riesgos, amenazas y persecuciones, o salir. Ni se les ocurrió.

Para ver cuánto de explícitamente ignaciano había en ese proceder pienso que
hay que ir al primer tiempo de hacer elección: "sin dubitar ni poder
dubitar" (Ejercicios n. 175). Hay que preguntarse "que movía y atraía la
voluntad". Si era "Dios nuestro Señor" comunicándose al alma, como en la
formulación de san Ignacio, o si eran realidades históricas: "el sufrimiento
del pueblo", que no dejaba vivir en paz; "la vergüenza que daba abandonar al
pueblo"; "la fuerza cohesionante de la comunidad"; "el recuerdo enriquecedor
de Monseñor Romero, de nueve sacerdotes y cuatro religiosas asesinadas";
incluso el "haberse acostumbrado a la persecución". Pienso que todo ello
movía la voluntad e iluminaba las decisiones y el camino a seguir. En el
lenguaje de los ejercicios, en ello y a través de ello Dios estaba realmente
causando el sin dubitar ni poder dubitar. Pero Dios no actuaba a través de
cualquier cosa, sino de las que hemos mencionado.

El Espíritu de Dios mueve a caminar, pero su fuerza pasaba a través
del pueblo sufriente. Así ha parafraseado Pedro Casaldáliga el conocido
poema de Antonio Machado: Camino que uno es, Para que los atascados Haz del
canto de tu pueblo, Que uno hace al andar. Se puedan reanimar. El ritmo de
tu marchar.

Así, pienso yo, discernieron los jesuitas de la UCA. Se dejaron atraer y
llevar por la realidad. Es la sinergia de Dios y del pueblo sufriente. Y no
se me ocurre otra manera de explicar por qué se quedaron.

Quisiera terminar esta reflexión sobre su ser jesuitas recordando
que "murieron en comunidad". Pudo no haber sido así, y pudiera haber sido
asesinado sólo Ellacuría, el enemigo principal. Pero hay una verdad
importante -providencial si se quiere-, en que su muerte fuese "en
comunidad". Así había sido su vida y trabajo, con alegrías y tensiones, con
virtudes y pecados, pero siguiendo una sola línea bien trazada. Y así
expresaron que la Compañía está hecha de "todos". Es "cuerpo", no suma de
individuos, algunos de ellos geniales, otros normales.

Esta comunidad de "seis jesuitas" se integró en una comunidad mayor,
el cuerpo de la Compañía universal. 49 son los jesuitas que han muerto en el
tercer mundo, asesinados de una u otra forma, después de la CG XXXII. Entre
ellos se cuentan tres estadounidenses. Francis Louis Martiseck, 66 años,
nacido en Export, Pennsylvania, muerto por arma de fuego en Mokame, India,
1979; Raymond Adams, 54 años, nacido en New York, muerto por arma de fuego
en Cape Coast, Ghana, 1989; Thomas Gafney, 65 años, nacido en Cleveland
Ohio, asesinado en Katmandú, Nepal, 1997.

No es infrecuente recordar "las glorias de la Compañía", las
reducciones del Paraguay, Mateo Ricci en China... Hoy, estos mártires, unos
más famosos, otros menos, son la gloria de la Compañía. Y sobre todo son
ellos los que mantienen a la Compañía con vida. Una semana después del
asesinato del Padre Rutilio Grande el Padre Arrupe escribió:

"Éstos son los jesuitas que necesita hoy el mundo y la Iglesia.

Hombres impulsados por el amor de Cristo, que sirvan a sus hermanos sin
distinción de raza o de clase. Hombres que sepan identificarse con los que
sufren, vivir con ellos hasta dar la vida en su ayuda. Hombres valientes que
sepan defender los derechos humanos, hasta el sacrificio de la vida, si
fuera necesario" (19 de marzo, 1977).

Julia Elba y Celina: el pueblo crucificado

Con los jesuitas murieron asesinadas dos mujeres: Julia Elba Ramos, 42 años,
cocinera de una comunidad de jóvenes jesuitas, pobre, alegre e intuitiva, y
trabajadora toda su vida. Y su hija Celina, 15 años, activa, estudiante y
catequista; con su novio habían pensado comprometerse en diciembre de 1989.

Se quedaron a dormir en la residencia de los jesuitas, pues allí se sentían
más seguras. Pero la orden fue "no dejar testigos". En las fotos se nota el
intento de Julia Elba de defender a su hija con su propio cuerpo. Sobre
Julia Elba hace unos días escuché este testimonio de una mujer que la
conoció bien:

"Le digo que era muy humana porque sentía el dolor de los demás. Yo viví un
tiempo en la casa de ella. Era una persona bien amistosa, sabía llevarse con
los demás. Ella tenía 33 años y yo 19. Ella y yo teníamos muchas cosas en
común; comenzamos a trabajar desde muy chiquitas. Ella había trabajado desde
los 10 años en los cafetales [...] Era una mujer muy fuerte. Siempre me
enseñó a que no me dejara, que no me acobardara ante los problemas. Fue una
mujer sufrida pero fuerte. Me enseñó a ser una mujer de valía, que no
dependiera de los otros si no de mi misma".

Como Julia Elba hay centenares de millones de hombres y mujeres en
nuestro mundo. Son inmensas mayorías que perpetúan una historia de siglos:
en la América conquistada y depredada por los españoles en el siglo XVI; en
el África esclavizada ya en el siglo XVI y expoliada sistemáticamente por
los europeos en el siglo XIX; en el planeta que sufre hoy la globalización
opresora bajo la égida de Estados Unidos. Mueren la muerte rápida de la
violencia y de la represión, y sobre todo la muerte lenta de la pobreza y de
la opresión. Sin comparación posible sufren más que nadie las consecuencias
de nuestros desmanes. En guerras e invasiones: Afganistán, Irak, Palestina;
en el manejo de la medicina y farmacia: malaria, sida; en pésima ecología:
inundaciones, desertificación, pérdidas en la agricultura; en las
catástrofes naturales: la inmensa mayoría de quienes mueren en los
terremotos no pueden construir casas con acero suficiente, viven en la
laderas de los montes y en las riberas de los ríos, o junto a las vías del
tren...

"Hay más riqueza en la Tierra, pero hay más injusticia. África ha
sido llamada "el calabozo del mundo", una "Shoá" continental. 2.500 millones
de personas sobreviven en la Tierra con menos de 2 dólares al día y 25.000
personas mueren diariamente de hambre, según la FAO. La desertificación
amenaza la vida de 1.200 millones de personas en un centenar de países. A
los emigrantes les es negada la fraternidad, el suelo bajo los pies".

Estas palabras de Pedro Casaldáliga son del año 2006. Ni el G-7, ni el G-8,
ni ahora el G-20, han hecho nada significativo para revertir esta historia.

Recordar hoy los ideales del milenio es burla y ofensa a los pobres. En un
año el número de hambrientos ha aumentado en cien millones, y cada cinco
segundos un niño muere de hambre, asesinado, puntualiza Jean Ziegler, pues
es muy posible eliminar el hambre.

Son "el siervo doliente de Yahvé" en nuestros días; "el pueblo
crucificado", lenguaje que no es usado, y que políticamente es "totalmente
incorrecto". Sus hombres y mujeres mueren inocentemente, pues no han
cometido el "pecado" de Monseñor Romero o Ignacio Ellacuría, simplemente
estaban allí. Mueren cruelmente, con gran frecuencia después de una vida de
grandes sufrimientos. Viven y mueren anónimamente. Son desconocidos los
cinco millones de hombres y mujeres que han muerto en el Congo, en una
guerra fabricada para que el coltan termine en el mundo de abundancia en las
megaempresas de misiles, telefonía y computación. Y mueren indefensamente.

En serio, ¿quién defiende a esos pueblos? ¿Quién arriesga algo importante
para bajarlos de la cruz?

Los mártires jesuánicos -algunos- son conocidos y venerados, pero no el
pueblo crucificado. Peor aún, si, aun sin pretenderlo, aquéllos ocultan a
éstos. Ellacuría no vivió ni murió para que el brillo de su figura opaque el
rostro de Julia Elba.

Puede parecer absurdo, pero me he preguntado quién es más mártir,
Ellacuría o Julia Elba, quién reproduce más la cruz de Jesús. Los mártires
jesuánicos expresan mejor la decisión y la libertad para arriesgar la vida,
pero expresan menos la negrura de la injusticia cotidiana, la dificultad
simplemente de vivir. La muerte de las mayorías asesinadas, por su parte,
expresa menos el carácter activo de lucha, pero expresa más la inocencia
histórica, pues nada han hecho para merecer la muerte, y la indefensión,
pues ni posibilidad física han tenido de evitarla. Esas mayorías son las que
más cargan con un pecado que las ha ido aniquilando poco a poco en vida y
definidamente en muerte. Son las que mejor expresan el ingente sufrimiento
del mundo. Sin pretenderlo y sin saberlo, "completan en su carne lo que
falta a la pasión de Cristo". No "añaden", como puntualizan los exegetas,
pero sí "reproducen".

Los jesuitas de la UCA no fueron asesinados por fidelidad kantiana a
ideales universales de verdad y justicia, sino por defender a estos pueblos
crucificados. Sin recordar a los millones de crucificados no se les
entiende. Sería como pretender entender la cruz de Jesús sin recordar a los
pobres desgraciados a los que ayudó Jesús en su postración y a quienes
defendió de fariseos, escribas, herodianos y sumos sacerdotes.

Una última reflexión creyente. De los mártires de la UCA, unos
fueron más parecidos a Monseñor Romero, los jesuitas. Otros fueron más
parecidos al pueblo crucificado, las dos mujeres. Mirándolos a todos ellos y
ellas en su conjunto, podemos decir que con ellos y ellas Jesús y su Dios
pasaron por este mundo cargando con la cruz. Pero también hay que decir que,
contra toda apariencia, en ellos y ellas pasó el Dios de la salvación. Así
lo escribió el P. Ellacuría con rigor científico. Por mi parte escrito:

"fuera de los pobres -y de las víctimas- no hay salvación".

Para terminar este punto, permítanme dos breves reflexiones. La
primera es que entre los victimarios, asesinos directos o constructores y
gestores de estructuras opresoras, hay cristianos bautizados, a veces
educados por instituciones cristianas. La segunda es que al parecer en los
procesos de canonización, no saben qué hacer con los mártires jesuánicos,
los mártires por la justicia. Y ciertamente en esos procesos no hay lugar
para las mayorías de hombres y mujeres de los pueblos crucificados. Ojalá se
repiensen estos procesos. Y, canonizados o no, ojalá la Iglesia se desviva
por dar dignidad a las mayorías que han cargado con la cruz en vida y en
muerte. Son los preferidos de Dios.


[Fragmento del discurso pronunciado en la Universidad de Santa Clara,

California el 5 de noviembre. Fuente:

http://www.adital.com.br/site/noticia.asp?lang=ES&cod=42881]

* La sonrisa de Nacho *

Mario Bencastro

A la memoria de los Mártires de la UCA (El Salvador) ultimados el 16 de
noviembre de 1989: Julia Elba y Celina Ramos, Ignacio Martín-Baró, Amando
López, Juan Ramón Moreno, Segundo Montes, Ignacio Ellacuría, Joaquín López y
López.

)1 (

Aquel día me desperté contento. Mi madre se sintió un poco incómoda con mi
alegría y dijo que nuestra pobreza no la justificaba. Tuve que recordarle
que era domingo, y que vendría el padre Nacho a celebrar misa. Mi madre
sonrió. Sabía que era un día especial, pues Nacho no sólo traía su sonrisa
contagiosa y dulces para los niños, pero también la palabra de Dios justo a
nuestro tugurio.

Yo era su ayudante y eso me llenaba de regocijo. Al mediodía llegaba
el cura. En una enramada incrustada en un terreno baldío, rodeada de basura,
polvo, moscas y perros callejeros, instalábamos un altar improvisado. Nacho
sacaba de una valija negra el cáliz con las hostias, el misal y una estola
colorida y gastada que le habían regalado en un pueblo indígena. Encendíamos
un par de candelas. Como por acto divino, el ambiente cobraba una atmósfera
especial, como el de un sitio sagrado, que espantaba a las moscas y a los
zancudos que en grandes cantidades pululaban por aquel lugar lleno de chozas
ancladas a la orilla de un río seco.

La gente se congregaba con mucha devoción alrededor del altar. El
tugurio era peligroso. Allí vivían ladrones y maleantes de toda ralea. Pero
en aquel momento la enramada se convertía en un santuario y todos nos
sentíamos protegidos. Las mujeres venían con sus niños desnudos y
desnutridos. Llegaban los ancianos enclenques y los pordioseros en andrajos,
los enfermos y los desahuciados, los obreros ebrios y los desempleados,
todos reunidos allí para escuchar la palabra serena de aquel cura risueño,
humilde y campechano.

Nacho nos contaba que había nacido en España y celebrado misa en
todas partes, en iglesias con adornos opulentos y en catedrales famosas, y
para toda clase de gente culta y rica, pero que la misa favorita de él era
la de aquella miserable enramada, porque le recordaba el humilde pesebre en
que había nacido el niño Jesús, rodeado de vacas, bueyes y cabras. Según él,
nosotros representábamos el pueblo de Dios, y él sentía que el Dios de los
pobres, el verdadero, estaba entre nosotros. Por eso él venía al tugurio el
domingo sin falta, para estar con nosotros, para estar con Dios, aunque por
eso lo tildaran de comunista.

La misa de Nacho era espontánea y a veces informal. Nos había
enseñado a cantar y había formado un coro bastante desafinado que a él le
parecía perfecto. Entonábamos canciones que muchos encontraban no muy
religiosas, como aquella del grupo Los Guaraguao que dice "Qué triste se oye
la lluvia, en los techos de cartón," que para nosotros era como nuestro
himno nacional, porque aquel lugar era precisamente eso: un montón de chozas
de cartón y de lámina, donde "hoy es lo mismo que ayer, en un mundo sin
mañana..."

Nacho adaptaba la misa a nuestra realidad, a la causa de los pobres,
"al servicio de la fe y la justicia, a la construcción del Reino de aquí y
ahora, para proseguir la causa de Jesús como garantía de vida," como él
predicaba. Por eso asistíamos a la enramada el domingo con mucho interés, a
la misa de los desposeídos, porque él hacía que nos sintiéramos seres
especiales. Nacho tenía el don de la palabra divina.

El momento del Evangelio era siempre memorable. Leíamos, los que
podíamos leer, y luego cada uno de nosotros lo comentaba a su manera. Por
último Nacho lo ajustaba a nuestra situación. A veces se emocionaba tanto
que sus mismas palabras lo hacían llorar y sus lágrimas caían sobre el
misal. Nosotros llorábamos con él como para consolarlo. ¿Y quién no iba a
llorar de ver tanto dolor y miseria?

Yo me encargaba de ayudar en la misa y de alejar a los perros
callejeros que se acercaban al altar. Nacho me indicaba que no los espantara
porque también ellos eran criaturas de Dios. Los animales se echaban en el
suelo y se quedaban quietos, como si ellos también entendieran el sermón.

A veces la policía pasaba por la enramada. No faltaba quien, de
entre los fieles, lanzara un insulto a media voz. Los agentes quizá lo
escuchaban pero se alejaban en silencio.

Comulgábamos y la misa terminaba con cantos de alegría y esperanza.

Nacho guardaba sus cosas y se quedaba a escuchar con paciencia todo lo que
la gente quisiera decirle. Quejas. Pedidos. Chistes. Historias. Después
abría unas bolsas de plástico y repartía pan y medicinas. Luego se ponía a
jugar con los niños y les regalaba dulces. No paraba de sonreír. Cuando se
marchaba nos dejaba contagiados de su sonrisa y su alegría. Algo cambiaba en
nuestros corazones y hacía nuestra realidad menos dolorosa.

) 2 (
Ese domingo mi madre y yo fuimos a la enramada a esperar a Nacho. Como de
costumbre, la gente empezó a congregarse bajo el intenso sol del mediodía.

Esperamos en silencio. Al cabo de media hora vino un vecino a darnos una
mala noticia: Días antes, seis sacerdotes jesuitas y dos de sus asistentes
habían sido asesinados en la Universidad Centroamericana, UCA, de San
Salvador. Entre las víctimas estaba nuestro querido Nacho.

Cuando oí la noticia mi primer impulso fue llorar, lo cual hice.

Lloré con amargura la tragedia. El vecino dijo que a Nacho le destruyeron el
rostro a balazos. Acaso el verdugo fue incapaz de tolerar su sonrisa de amor
y quiso borrarla.

La extraña alegría con que ese día me había levantado se convirtió
de golpe en soledad y decepción. La muerte de Nacho despertó en muchos de
nosotros sentimientos de odio y de venganza, pues nos habían quitado uno de
nuestros seres más preciados. En mí, sin embargo, despertó un deseo de
superación, de ser algún día como él, una persona humilde que brindaba amor
y esperanza a los desposeídos del mundo. En su memoria, me propuse
convertirme en vivo testimonio de su amor.

Ese domingo llegó más gente que lo usual, incluso habitantes de
otros tugurios vecinos. Rezamos en silencio por largo rato. Después
entonamos la canción que a él le gustaba cantar. Lo raro es que empezó a
llover, como si el cielo llorara, como si Dios llorara. Y aunque la lluvia
se oía triste en las casas de cartón, un extraño consuelo invadió nuestros
corazones. Sobre todo cuando recordamos la contagiosa sonrisa de Nacho. Yo
recé en silencio: "Nacho, gracias por tu amor y tu sonrisa. Que Dios te
tenga en su gloria."


* Discurso del Presidente Funes, a 20 años del asesinato de los sacerdotes
jesuitas *


Hoy, veinte años después, de su cruel asesinato, poner, en las manos de los
familiares y compañeros de Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Ignacio Martín
Baró, Amando López, Juan Ramón Moreno y Joaquín López, el mayor
reconocimiento que concede este país, como es la orden José Matías Delgado,
significa para mí, retirar un velo espeso de oscuridad y mentiras, para
dejar entrar, la luz de la justicia y la verdad. Significa levantar la
alfombra polvosa de la hipocresía y empezar a limpiar la casa de nuestra
historia reciente. Porque no es posible entender nuestro país y conocernos
como comunidad, si no conocemos el pasado común, y nuestros mártires, sus
dolores y alegrías; sus luchas encarnizadas y sobre todo, en este caso, su
aporte extraordinario al país. Si algo demostraron estos hombres, con su
muerte, es que la historia no la escriben unos pocos iluminados, ni tampoco
aquellos, que empuñan las armas más poderosas.

La historia, esa que se escribe con mayúscula, la escriben los
pueblos y para hacerlo, necesitan de la memoria. Por eso queremos que este
sea un acto de recuperación de la memoria colectiva, un reconocimiento a la
labor de aquellos, que siempre estuvieron de lado de los derechos humanos,
de la democracia, de la búsqueda incansable de la justicia, de los pobres,
de la construcción de la verdad y de la paz, porque es con su ejemplo, con
el que queremos construir, un país nuevo. Probablemente algunos dirán, que
este es un homenaje tardío y en el fondo, les asiste la razón, pero les
aseguro que también es realizado con el corazón y desde el convencimiento
profundo, de que, ayudará a sanar heridas que llevan demasiado tiempo
abiertas.

No me corresponde a mí, ni a este gobierno, respetuoso de la
institucionalidad, juzgar a quienes asesinaron a los padres jesuitas y sus
dos colaboradoras; esa es tarea de los tribunales de justicia y de
instituciones, como el Ministerio Público, que tiene por mandato
constitucional, el monopolio de la acción penal. La función de un gobierno,
como el que presido, que tiene como objetivo la unidad de todas y todos, y
los valores supremos de la paz y la justicia, es contribuir, a crear el
clima de entendimiento y de verdad, que permite dejar atrás un pasado de
tragedia y dolor, para comenzar a construir una paz justa, segura e
inclusiva.

Por ello quiero destacar, que los hermanos salvadoreños a los que
hoy rendimos homenaje, dieron su vida para que El Salvador saliera del
círculo infernal, del odio que engendra muerte y entrara en el camino de la
reconciliación. Hasta el último momento, el padre Ignacio Ellacuría y sus
compañeros, lucharon por una salida negociada al conflicto, que en esos
días, más que nunca, enfrentaba, a hermanos con hermanas. Todos ellos fueron
fieles a la palabra de monseñor Oscar Arnulfo Romero, fueron amantes de la
paz y la justicia, promotores de la unión de la familia salvadoreña. Su
condena decidida a la violencia, que paradójicamente los llevo a la muerte,
fue su último sacrificio a este país. Un sacrificio que dio su fruto y
contribuyó a que ahora podamos haber comenzado, a construir una paz
duradera, motivo por el cual, merecen nuestro más grande reconocimiento.

Martirio del que participan, también, por supuesto, sus dos colaboradoras
Elba y Celina Ramos. Dicen que se puede matar al maestro, pero las semillas
que dejó en sus discípulos, siguen germinando y multiplicándose, mucho más
allá de su muerte.

Hoy, como discípulo que soy de estos maestros, quisiera contribuir a
que esa semilla de paz siga creciendo y a que, ante los retos que nuevas
formas de odio y violencia, nos plantean cada día, seamos capaces de
estrenar otra mirada, que es, la mirada que nos enseñaron estos sacerdotes
mártires, que hoy modestamente homenajeamos. Una mirada de unidad, de
reconciliación y de respeto, por la dignidad de las victimas del pasado
conflicto, que solo se puede crear con la verdad. Una mirada basada en el
conocimiento y la aceptación del pasado, que nos permita construir, de una
vez por todas, un futuro, sobre bases sólidas y ciertas, en el entendido,
que este pasado, no volverá a repetirse.

Quisiera animar a todos y cada uno de los salvadoreños y
salvadoreñas que me escuchan, a transitar desde hoy, un nuevo camino, que
saque definitivamente, la violencia de nuestros corazones. Porque el día en
que empecemos a ver en cada salvadoreño, un hermano, un amigo, alguien con
quien trabajar para construir, alguien con quien compartir, crear y soñar,
para edificar, ese día, estaremos haciendo un verdadero homenaje a los
padres jesuitas, y al sueño, por el que lucharon, hasta el último momento de
sus vidas. Estaremos comenzando ese cambio cultural profundo, del que les
he venido hablando, ese paso adelante, que nos hará crecer.

Hoy, frente al recuerdo del horror, que embargó a este país, al
conocer la muerte de estos maestros, quisiera anteponer sus palabras de
esperanza: No hay retroceso, cuando se pone las manos, en el arado del
pueblo, nos dijo Ignacio Ellacuría. Y yo les digo: Que este gobierno, que es
el gobierno de todos y cada uno de los salvadoreños, no va a quitar las
manos, de su arado.

En este acto, tan emotivo y profundamente significativo, mi llamado
es a la unidad por la que lucharon estos hombres. Mi llamado, es que todos
tiremos de ese arado, que es nuestro futuro y que solo nosotros podemos
construir, si definitivamente nos asumimos, como hermanos y hermanas.
Espero que la inspiración de los padres jesuitas, me acompañe en mi
labor como presidente y que su recuerdo, ahora, oficialmente, y siempre en
los corazones del pueblo, continúe guiando a nuestro país, hacia los más
altos valores de justicia, verdad y humanidad.

Antes de concluir mis palabras, deseo también, a través de este
sencillo, pero justo acto, en el que honramos la memoria de seis sacerdotes
jesuitas asesinados, hace veinte años, reconocer también el trabajo de
acompañamiento a las víctimas, que en forma humilde y sencilla, pero
cariñosa, llevaron acabo, sus dos colaboradoras, Elba y Celina Ramos.

Gracias a todos. Que Dios bendiga a El Salvador. Que Dios bendiga al
pueblo salvadoreño. Muchas gracias.


ArteNet © 2009 Mario Bencastro - Director. Fundación: 1999.

Correo: mbencastro@bellsouth.net Internet: www.MarioBencastro.org

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