Continuación...
4.3. Aplicación de criterios
Después de una lectura de las reflexiones sobre el martirio que hacían los Padres de los tres primeros siglos de vida de la Iglesia, el discurso de Monseñor Romero resulta hasta familiar. No es objeto de este trabajo desarrollar los paralelismos más que evidentes entre unas y otras tematizaciones del martirio, sino tratar de mostrar, ya al final, que el modelo de definición narrativa de martirio que hemos propuesto es operativo para casos de martirio actual. En ese sentido es difícil dudar que las dimensiones enumeradas no se adapten a una persona que reproduce casi materialmente, desde su realidad particular, situaciones y criterios de los antiguos perseguidos de la Iglesia. Porque los textos que ya hemos citado sobre la violencia, la persecución o el martirio, coinciden, a veces incluso en un significativo paralelismo, con citas que hemos hecho de los antiguos mártires y sus "teólogos" del martirio, mártires también muchos de ellos.
Por eso, en vez de recorrer mecánicamente las dimensiones martiriales anteriormente elaboradas, afirmando laudatoriamente que todas se cumplen en Monseñor, creo mejor recorrer las críticas que en su momento se hicieron a Monseñor Romero desde sectores eclesiásticos. Como veremos, estas críticas nos remontan con facilidad a las dimensiones-criterios antes enunciados.
A. Nota previa sobre enfrentamientos eclesiales
Antes de entrar en este análisis conviene reflexionar brevemente sobre el conflicto eclesiástico y el martirio. Durante los siglos que hemos estudiado hubo con relativa frecuencia enfrentamientos entre cristianos, incluídos obispos, que después murieron mártires. Calixto e Hipólito, o Esteban y nuestro ya conocido obispo Cipriano de Cartago son ejemplos conocidos. Entre estos dos últimos, la discusión versaba sobre si debía rebautizarse o no a aquellos que hubieran sido bautizados en la herejía y que solicitaban la comunión con la Iglesia Católica. Esteban, en lo correcto, pensaba que no sólo no era necesario, sino que no era lícito rebautizar. Cipriano, al contrario, era un ardiente adalid del segundo bautismo. Las cartas que se cruzaron rozaban la excomunión. Sin que se hubieran reconciliado, ambos murieron mártires y ambos son venerados como tales por la Iglesia.
En otras palabras, una medida pastoral con serias implicaciones dogmáticas no fue óbice para que el compromiso fundamental se viviera con la misma dignidad por ambos pastores. El problema, en cambio, puede presentarse cuando se rehuyen compromisos fundamentales. Comparando a Monseñor Romero con sus opositores eclesiásticos es indudable que él cumplió, desde una actitud profundamente cristiana, con su deber de pastorear, proteger y defender a un pueblo cuyos derechos, incluído el de la vida, estaban siendo sacrificados a intereses profundamente egoístas y particulares. Otros prefirieron la huída a mundos espirituales desencarnados y más respetados e, incluso, alabados por aquellos sectores que mezclaban "política, asesinatos y defensa de sus propios intereses económicos en su afán por combatir tanto a la oposición pacífica como a la subversión armada".
Al final, y parafraseando a Cipriano, es el Evangelio el que hace a los pastores y no los pastores los que hacen el Evangelio. Y fue el mismo Evangelio, más allá de las divergencias, el que hizo mártires a Esteban y Cipriano. Al final, el único problema grave en la Iglesia sería dejar de amar a los hermanos y rehuir el testimonio público del amor a Cristo, encarnado en una historia en la que el rostro del mismo Cristo se refleja de un modo especial en el de los humillados de esta tierra.
B. "Usted está dividiendo al país"
La primera acusación fuerte, de origen eclesiástico, contra Monseñor Romero se resume con las palabras dichas por Monseñor Aparicio, Obispo de San Vicente, pronunciadas durante la Conferencia Episcopal de El Salvador (CEDES) el 3 de abril de 1978: "Usted está dividiendo al país y confundiendo a la nación". Esta acusación, nacida primero en ambientes civiles, fue repetida con frecuencia en algunos ambientes eclesiásticos.
Si esto fuera cierto, con dificultad se podría considerar mártir cristiano a alguien que siembra violencia y que luego es víctima de la misma. Obispos asesinados, e incluso Papas, los hubo durante épocas duras de la Iglesia, y a nadie se le ocurrió declararlos mártires cuando las circunstancias del asesinato mostraban, de ambas partes, víctima y verdugo, un desaprensivo juego de poder, ambición, corrupción moral, o cualquier otro tipo de acciones turbias precedentes.
Sin embargo, el caso de Monseñor Romero fue distinto. La división en la sociedad salvadoreña era previa a su nombramiento como Arzobispo. En 1932, el Ejército había masacrado en diferentes partes del país a una cantidad de campesinos que se suele calcular en 30,000. El delito era pedir tierras y comenzar un operativo rebelde en el país para tomárselas. A partir de los tempranos años setenta, las tensiones vuelven a agudizarse. No es sólo ya la tierra, sino un sistema de gobierno basado en la corrupción que apoya, sin reservas, las diferencias sociales y se muestra cada vez más represivo frente a todos aquellos que reclaman derechos o libertad.
Monseñor Romero reacciona contra la división en el país tratando de decir dónde está la verdad, tratando de pedir paz y reconciliación construida sobre la justicia y denunciando fuertemente las violaciones de los derechos fundamentales de la persona. Sus escritos, en general, y su actitud personal, en particular, son prueba más que evidente de lo que decimos. Nunca en ellos se podrá encontrar una exhortación a la violencia ni nunca en él se encontró una actitud de alegría frente a las desgracias del sector que le atacaba. Al contrario, con familias que por su condición social se ubicaban claramente en el sector que más le criticaba, nuestro obispo Romero desplegó una exquisita caridad en momentos en que miembros de la mismas eran secuestrados o asesinados.
C. La manipulación de una personalidad débil
Monseñor Freddy Delgado, en un folleto titulado La Iglesia Popular nace en El Salvador, y Monseñor Revelo, en otro folleto de escasa difusión, mantenían la tesis de que Monseñor Romero tenía una personalidad débil. De ahí afirmaban que un grupo de sacerdotes y religiosos pertenecientes a la "Iglesia Popular" tenían prácticamente secuestrado a Monseñor Romero y le obligaban a decir lo que ellos querían.
Evidentemente, si esto fuera verdad, sería muy difícil encontrar en Monseñor Romero coincidencias con las dimensiones martiriales que hemos citado de libertad evangélica, profetismo que nace de una esperanza profunda en el Reino de Dios o reciedumbre suficiente para enfrentar los retos sociopolíticos que una sociedad sumida en el pecado estructural puede presentar.
Sin embargo, estas afirmaciones chocan con el sentir general de sus más cercanos colaboradores e, incluso, con el testimonio de quienes le ayudaban a preparar sus homilías. No era infrecuente el caso de que sus asesores le dijeran el sábado, unánimemente, una serie de ideas sobre un determinado tema, y el domingo se encontraran con que Monseñor Romero en su homilía, desde su modo de ver y su oración previa, daba una opinión diferente a la que el día anterior se le había aconsejado. Por si esto fuera poco, su diario personal contradice todo atisbo de debilidad de carácter. Hombre sumamente bondadoso, sabía tomar riesgos y soportar, con la auténtica resistencia neotestamentaria, las adversidades con que la realidad le golpeaba. Un hombre débil no hubiera resistido las sistemáticas presiones que desde todas partes, incluso desde el interior de la Iglesia, recibió.
"Puede usted decir, -expresó Monseñor Romero- si llegaran a matarme, que perdono y bendigo a quienes lo hagan. Ojalá así se convencieran que perderán su tiempo. Un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás".
D. Irregularidades doctrinales
Cuatro obispos salvadoreños no dudaron en acusar a Monseñor Romero de estar dominado por "la ideología de la Iglesia Popular". "El arzobispo no sólo la permite, sino que él mismo demuestra con su actitud, y más de una vez en sus homilías, que él mismo está inficcionado por aquella ideología". Supuestamente esta "ideología" eliminaba la estructura jerárquica de la Iglesia haciendo que todo reposara en el pueblo, al modo de una democracia política. Esta misma ideología era la que llevaba a Monseñor Romero, según sus detractores, a permanecer en permanente contacto y connivencia con los izquierdistas.
Con el paso de los años y con el conocimiento de su diario personal, esta acusación cae por los suelos por sí sola. Si algo se puede deducir de la lectura de su diario es el inmenso amor a Jesucristo y a la Iglesia de Monseñor Romero. Al día siguiente de la entrevista con el Papa, que ya hemos mencionado, y que le produjo cierta "depresión", se dirige a la Plaza de S. Pedro "para encomendarme a los grandes Pontífices, que ... han dado tanta inspiración y orientación a mi vida". Cobra nueva "esperanza" tras una conversación con el cardenal Baggio, y recibe, tras una conversación en clave de "dirección espiritual" con Monseñor De Nicoló, "luces muy claras inspiradas en un gran amor a la Iglesia y cómo la virtud, sobre todo la humildad, en estos casos es una llave muy segura para encontrar solución". Nada más contrario al estilo que se le suele atribuir a la supuesta "Iglesia Popular". Al contrario, Monseñor Romero vivió su "pasión" como un acto de fidelidad a la Iglesia y como un compromiso con su función de Pastor que no abandona a sus ovejas, independientemente de ideologías o posiciones políticas.
E. Desde lo positivo
La Iglesia suele decir que en los procesos de beatificación es sumamente importante que el pueblo cristiano haya manifestado su devoción hacia aquellos a quienes se atribuyen virtudes heroicas. En el caso de Monseñor Romero es evidente tanto que su recuerdo permanece, como que sigue siendo generador de actitudes cristianas. En las Iglesias se le presenta con frecuencia como testigo de la verdad y el amor y, por supuesto, como persona que sufrió una muerte martirial (su causa de beatificación está introducida). Su nombre preside diversos comités e instituciones que se dedican a la defensa de los derechos humanos y la solidaridad con el Tercer Mundo, así como comunidades cristianas comprometidas con el trabajo de unir fe, justicia y vida. Además de un ingente número de artículos y libros, se han escrito ya tres biografías más sistemáticas en inglés, español e italiano.
Si uno de nuestros criterios martiriales es la dimensión apostólica tras la muerte, no cabe duda que lo anteriormente dicho hay que ubicarlo en este criterio. El hecho de que su sangre se haya transformado en una auténtica semilla que ha ayudado a fortalecer compromisos cristianos en cercanía a los pobres, en solidaridad internacional y en resistencia en el dolor y la esperanza, nos remite a esa dimensión multiplicadora de la que ya hablaba la Carta a Diogneto: "¿No ves cómo son arrojados a las fieras, para obligarlos a renegar del Señor, y no son vencidos? ¿No ves cómo cuanto más se les castiga, más se multiplican otros? Eso no parece obra de hombre. Eso pertenece al poder de Dios; son pruebas de su presencia".
Quienes crecen en su fe ante el obispo mártir, lo ven también como un "calco" historizado de la vida del Señor Jesús. Qué duda cabe, y sus escritos lo demuestran, que en Romero había un profundo deseo de identificarse con Aquel a quien decidió seguir desde muy pronto. Algunos de los textos que hemos citado lo dejan entrever muy claramente.
Es difícil decir cuáles han sido, entre las diversas dimensiones martiriales que anteriormente hemos expuesto, las más características de Monseñor Romero. A mi juicio, sin embargo, las que hemos llamado dimensiones sicológicas son las más señeras en este arzobispo. La libertad evangélica y la resistencia definen su conducta. Su claridad en el hablar, incluso pidiendo a los soldados que desobedecieran a sus superiores si éstos les daban, contra toda legalidad, la orden de matar, le valió la muerte. Pero antes, su resistencia a presiones, amenazas, incompresiones y calumnias, lo hizo aparecer, utilizando términos tomistas relacionados con el martirio, eximio ya, antes de la muerte, en la virtud de la fortaleza. En el comunicado de la Conferencia Episcopal que siguió a su muerte, se le describe (por fin) con las virtudes del "fuerte" y del profeta: "Fiel a su lema de decir la verdad para construir la paz fundamentada en la justicia, anunció incansablemente el mensaje de Salvación y denunció con vigor implacable la situación de injusticia institucionalizada y los abusos en contra de los derechos humanos y de la dignidad inalienable del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios. Esto le mereció el aprecio de propios y extraños, pero también suscitó la aversión de los que se sentían incómodos por la fuerza de su palabra evangélica y de su testimonio. Por ser fiel a la verdad cayó como los grades profetas entre el vestíbulo y el altar".
Aunque para nuestro trabajo es más importante constatar el cumplimiento de los criterios martiriales que hemos expuesto, no es malo tampoco hacer una referencia al odio de los perseguidores. Hoy nadie duda de la buena voluntad del arzobispo. Quienes persisten en sus acusaciones, hoy sólo se atreven a decir que fue manipulado o que carecía de prudencia en algunos aspectos. Nadie niega su amor a Cristo, su sentido eclesial y su amor al pueblo salvadoreño. Los valores cristianos que predicó se ceñían a las necesidades prioritarias del pueblo: respeto a la vida, justicia social, fe en Dios y conversión frente a las idolatrías del dinero, del poder y de la organización, oprimentes y opresoras al mismo tiempo. El odio de sus perseguidores, aunque no le demos excesiva importancia al criterio, fue un odio genuino a los valores que en cuanto hombre de Dios expresaba. Es cierto que sus valores cristianos tenían una determinada repercusión política. Pero esa dimensión es también la que hemos encontrado en los primeros mártires, reos de impiedad contra el Imperio Romano y sus Emperadores. La dimensión política, como ya hemos visto, si está enclavada en los valores evangélicos no hace a los "degollados" menos mártires, sino que se convierte en una dimensión esencial de su sacrificio. No en vano "el tiempo de la Bestia", "es para los santos la hora de la resistencia -ypomone- y de la fe" (Ap 13, 9).
Si los escuadrones de la muerte hubieran dado una sentencia, no hubiera sido muy diferente de la que determinó la muerte de San Cipriano, muchos años atrás. Bastaría con haber cambiado las referencias a los dioses romanos por los ídolos del poder y del dinero que Monseñor había denunciado: "Durante mucho tiempo has vivido sacrílegamente y has juntado contigo en criminal conspiración a muchísima gente, constituyéndote enemigo de los dioses romanos y de sus sacros ritos, sin que los piadosos y sacratísimos príncipes Valeriano y Galieno, augustos, y Valeriano, nobilísimo César, hayan logrado hacerte volver a su religión. Por tanto, convicto de haber sido cabeza y abanderado de hombres reos de los más abominables crímenes, tú servirás de escarmiento a quienes juntaste para tu maldad, y con tu sangre quedará sancionada la ley".
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