jueves, 28 de mayo de 2009

LA DOTRINA DEL MESTIZAGE Y LA CREACION DEL ESTADO SALVADOREÑO-Virginia Tilley

El Salvador es el país “más mestizo” de Latinoamérica, o por lo menos eso es lo que se ha repetido constantemente. Hasta que Adrián Esquino Lisco atrajo alguna atención pública (principalmente escéptica) a un pequeño movimiento indígena en la década de los ochenta, los salvadoreños incluso decían que el país no tenía población indígena, a diferencia de Guatemala con su considerable “problema indígena”.

A pesar de esto, los salvadoreños admiten sin problemas que hay comunidades indígenas viviendo en las zonas de Nahuizalco, Izalco, Santo Domingo de Guzmán, los Nonualcos, y Morazán. Es más, en partes de la zona occidental las mujeres todavía se visten con refajo y emplean lenguaje indígena, y hay comunidades enteras que todavía se consideran a sí mismas y a sus vecinos como ‘indígenas’.

Pero la mayoría de los salvadoreños negarían que son “indios auténticos”, argumentando que han perdido su vestimenta y su lenguaje y se han “convertido en mestizos” en la mayoría de las cosas que importan.

Estas contradicciones sugieren un acertijo. ¿Es la población salvadoreña totalmente mestiza con algunos restos anacrónicos de sentimiento étnico indígena? ¿O es que la idea de una mezcla racial completa sirve principalmente para absolver a la nación de confrontar viejos y nuevos racismos? ¿Y es relevante esta pregunta en El Salvador de hoy, con sus ardientes problemas políticos de pobreza y alineación política? Si es así, ¿cómo y porqué?

El estudio del pensamiento racial bajo una perspectiva comparativa globalEl estudio de las políticas de raza y etnicidad requiere primero determinar cómo se entienden las identidades en un sitio específico, pues dependiendo del lugar las mismas etiquetas pueden referirse a contenidos diferentes. Para tomar un ejemplo obvio, la identidad “mulato” es importante en Brasil pero no existe en Estados Unidos donde la “regla de una gota” de sangre africana divide a la población en “blancos” y “negros”. Este tipo de diferencias también se aplica a la indianidad. En Latinoamérica los criterios para ‘ser indígena’ se centran alrededor del vestuario y el lenguaje.

En Estados Unidos y Canadá, por contraste, los “Indians” se definen más que todo por su ascendencia biológica y cosmovisión, pues los vestuarios e idiomas indígenas han sido abandonados o están reservados para ocasiones ceremoniales.

Sin embargo, surgen complicaciones cuando se cuestionan las ideas locales de identidad. A primera vista en El Salvador la indianidad también se centra alrededor del doble criterio de idioma y vestuario, en parte porque el modelo maya, a unos cuantos kilómetros de distancia, descansa sobre esos sólidos y coloridos cimientos étnicos. Pero la importación simplista del modelo maya en el entorno étnico salvadoreño no ilumina las dimensiones más sutiles de identidad indígena que operan en El Salvador. La identificación de estas ideas requiere de un enfoque etnográfico. Además, para comprender su vigor y tenacidad es necesario explorar sus orígenes históricos y la lógica que les da vida.

Dicho estudio requiere prestar atención detallada al contexto local y también una perspectiva geográfica más amplia. Las ideas y valores salvadoreños sobre los temas de raza y etnicidad se nutrieron no solamente de la experiencia local sino también de discursos globales de nacionalismo y construcción de naciones que cuajaron en las décadas de 1910 y 1920 cuando el mestizaje salvadoreño empezó a tomar forma. En consecuencia, en El Salvador ‘ser indio’ se debe entender como una adaptación a dinámicas continentales que inyectaron en las relaciones locales nociones adicionales urgentes y agendas relacionadas con la construcción de la nación e inclusive la seguridad del estado.

Indianidad SalvadoreñaComo en el resto de Latinoamérica, en El Salvador el discurso sobre temas indígenas está influenciado por el pasado colonial. En términos breves, la “historia oficial” de los nacionalismos latinoamericanos modernos es que los poderes y las culturas de los grupos indígenas de la pre-conquista (como los mayas, incas y aztecas) fueron totalmente erradicados por la conquista. En consecuencia, las culturas indígenas de hoy, ya sean celebradas o despreciadas, son artefactos del régimen colonial y no tienen derecho legítimo a reivindicar los derechos o la soberanía de sus antepasados. Esta afirmación puede parecer empíricamente correcta, si se trata como una pregunta estrecha de ciencia social. Pero no se puede separar de sus implicaciones políticas: servir a proyectos de construcción de naciones obviando cualquier reconocimiento del sentimiento anti-colonial que persiste entre los pueblos indígenas y negando demandas de soberanía sobre el territorio nacional que puedan cuestionar la legitimidad de las naciones modernas.

De cualquier forma, a través de las Américas los grupos indígenas rechazan el argumento invocando la memoria colectiva o la tradición oral de conquista y desposesión para justificar sus movimientos por derechos colectivos.

De la misma manera, en El Salvador la sociedad dominante separa la indianidad moderna de los orígenes de la nación en el mítico Cuscatlán. Un giro salvadoreño a esta táctica discursiva es que los pipiles, como sugiere la interpretación de pipil como “infantil”, siempre fueron una sociedad relativamente retrasada sin pretender a la dignidad y grandeza de los estados mayas vecinos.

Esta idea común es probablemente el producto de mala historiografía. De acuerdo con Salvador Barberena, así como el arqueólogo William Fowler, la traducción más precisa de pipil es ‘noble’, que viene de pipiltzin, la palabra que se usaba para la casta más elevada de la vigorosa sociedad que habitaba la región a la llegada de los españoles. Las fuentes contemporáneas y la evidencia arqueológica indican que Cuscatlán era un estado de envergadura con un ejército permanente, fácilmente equivalente en poder a los grandes estados mayas del período. Su población puede haber llegado al millón de personas y mantenía una rica agricultura con vastos y sofisticados sistemas de irrigación y un comercio a larga distancia muy activo que llegaba hasta Tenochtitlán en el centro de México. Sin embargo persiste el mito del retraso de los pipiles. Por ejemplo, el lenguaje turístico insiste en promover a El Salvador como parte del ‘Mundo Maya’, sin mencionar la civilización nahua.

Hasta años recientes las historias oficiales de El Salvador posterior a la conquista han mostrado la tendencia a omitir totalmente la presencia indígena, con la excepción de la mención excepcional de “los factores” indígenas en la famosa Matanza. Los archivos explorados especialmente por Aldo Lauria Santiago, Patricia Alvarenga y Erik Ching, entre otros, muestran que esta omisión refleja menos una revisión objetiva que una omisión racista.

En el período colonial “ser indio”se identificaba con pertenecer a una casta trabajadora oprimida y degradada, pero las comunidades indígenas mantenían su cohesión interna por medio de cofradías y extensas tierras comunales. Con la independencia el país experimentó una continua letanía de revueltas y levantamientos indígenas, comenzando con el levantamiento de Anastasio Aquino (1833) y repitiéndose década tras década durante el siglo diecinueve. Las reformas en la tenencia de la tierra en la década de 1880 provocó una convulsión de conflictos raciales a lo largo del país cuando las comunidades indígenas resistieron el fraude en la privatización de tierras y la pérdida de derechos colectivos y representación ante el estado. El lenguaje empleado por todos los participantes en estos conflictos reconocía que estaban moldeados por las relaciones raciales. La retórica de los indígenas revela que el sentimiento anti-colonial todavía permeaba su visión del mundo.

La Matanza de 1932 se debe comprender teniendo en mente su historia: no como una revuelta campesina con un ángulo racial sino como la última convulsión de la rebelión indígena contra el colonialismo. Para 1931 los indígenas estaban perdiendo rápidamente sus parcelas, su ingreso de subsistencia e incluso las modestas compensaciones del clientelismo ladino, al mismo tiempo que el sistema de peonaje por deudas transfería la tierra a los ladinos. El movimiento comunista solamente proporcionó el fósforo que dio fuego a este material combustible de resentimiento étnico. La revuelta en sí, sus slogans, liderazgo, blancos y metas, sugieren una “guerra de razas”, con grupos indígenas asaltando los emblemas del poder ladino. La represión subsiguiente indicaba las mismas dinámicas raciales. Ciertamente el ejército desempeñó un papel asesino en los primeros días y semanas. Pero el alcance genocida de la Matanza (cuya escala no se conoce con precisión pero que decimó y devastó a las comunidades indígenas) fue responsabilidad de grupos civiles ladinos y autoridades municipales que desearon con particular inquina “que se extermine de raíz la plaga”.

Sin embargo, la comprensión de la Matanza como una convulsión local de tipo racial no explica plenamente ni la furia de la represión ni el más tardío hecho de borrar (burocrática e ideológicamente) la presencia indígena. Estos factores también reflejaban los entornos hemisférico y global del pensamiento nacionalista salvadoreño. Para la década de 1920 los constructores de naciones estaban en todas partes definiendo sus proyectos en términos raciales.

Es decir, se decía que cada nación era singular en virtud de su carácter racial único, que merecía y requería su propio estado. Al mismo tiempo, la “ciencia” racial europea proponía que blanco era mejor que negro y que la pureza era mejor que las mezclas, mientras que las “razas inferiores” (como los negros y los indios) eran una amenaza a la civilización.
Para confrontar el futuro pesimista que este modelo vaticinaba para los proyectos nacionales de Latinoamérica, los intelectuales latinoamericanos reaccionaron prontamente con el famoso discurso del mestizaje, que proponía que el gran futuro de la humanidad estaba realmente en la mezcla de razas. La noción de “la raza cósmica”, institucionalizada en el “Día de la Raza” y celebrada en canciones y poemas, rápidamente arrasó por el continente en parte porque era útil para conceptualizar el rechazo anti-imperialista del hemisferio a los ‘sajones del norte’.

Para la década de 1940 la idea de “raza” como categoría científica había sido desacreditada y a mediados de siglo se había excluido del censo de la mayoría de los países. Pero la admirable posición de rechazar la diferencia racial permaneció anclada a la doctrina políticamente instrumental de fusión racial. La supuestamente ilustrada doctrina de mestizaje celebra la indianidad como algo antiguo, noble y romántico, separado cómodamente de la realidad, valioso solamente como símbolo de la unidad de la nación. La indianidad como identidad distinta, como pueblos reales con culturas vividas y sentimientos reivindicadores, era no solamente retrógrada, un impedimento al avance y al progreso económico, sino también sediciosa: un defecto racial atávico en naciones que ahora descansaban en la fusión racial para justificar su posición en un escenario internacional racializado.

En todas partes este contexto hemisférico y global de geopolítica racializada se adaptaba a las
condiciones locales. En El Salvador el mestizaje se puede seguir de cerca en las partidas de nacimiento, donde ‘mestizo’ sustituyó la antigua terminología de ‘indio’ o ‘indígena’ y ‘ladino’, a veces de la noche a la mañana.

Pero estos cambios bruscos en los registros administrativos representaban un cambio de política y no de percepción social. La ‘mesticización’ del registro civil, más que reflejar las relaciones etno-sociales que todavía persistían en el terreno, las escondía. De hecho, los estudios etnográficos realizados desde la década de 1970 han indicado que lo indígena ha seguido siendo un factor social importante en partes de la zona rural de El Salvador. Ciertamente que el vestuario y el lenguaje declinaron, pero no debido a la Matanza. Los cambios en estas prácticas étnicas se originaron más en factores como la escuela, donde el lenguaje indígena fue cruelmente estigmatizado, y la pobreza, que limitó la compra del traje indígena en los mercados maya.

Escondido en los rincones del país, lo indígena sobrevive en formas ocultas hasta el día de hoy.
Se puede argumentar que esta etnohistoria presenta el torturado presente del país bajo una nueva luz. En otras partes del mundo se reconoce que las antiguas masacres, genocidios y los llamados “etnocidios” han dejado a las poblaciones supervivientes intimidadas, insulares, y resentidas. Estas situaciones no se curan negándolas. Requieren rendimientos de cuentas públicos, procesos de verdad y reconciliación de varios tipos. En El Salvador se ha negado sistemáticamente el legado de la horrible violencia racial hasta el punto en que se ha negado la misma existencia de la población indígena en el país, su participación política se pone de lado como oportunismo político, pálida emulación de los movimientos de los maya y de otros pueblos indígenas famosos. Sin embargo, cualquier visita a estas regiones con la mente abierta encuentra que la identidad indígena importa seriamente en la política local, en parte debido al firme convencimiento de la gente de que su pobreza y miseria son todavía el resultado de un sesgo racista en contra de los indígenas, como con frecuencia es el caso. Para confrontar este racismo es necesario reacomodar algunos elementos básicos de la identidad nacional salvadoreña. Esta tarea puede ser necesaria si se va a dar comienzo, en estas partes del país, a una recuperación más profunda de la ciudadanía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario