Tomado de prensa digital ContraPunto.
De cómo la deportación trunca los sueños y pone los caminos cuesta arriba, casi imposibles de recorrerlos de nuevo una vez que los años pesan en el cuerpo y el alma.
SAN SALVADOR- Mañana de jueves 15 de abril. El vuelo federal procedente de Estados Unidos aterriza bajo el sol inmisericorde de Comalapa, El Salvador. Trae un puñado de sueños rotos, de esos que cuestan dinero, hambre y cicatrices en el corazón. Mujeres, hombres y jóvenes son devueltos al lugar donde, ayer como hoy, no encuentran lo que buscan.
Detrás del umbral, territorio de la migración salvadoreña, una especie de cuarto en forma de pasadizo aglutina a120 personas deportadas desde Estados Unidos. Es más del mediodía, un par de pupusas y café les recibe, mientras al fondo, personal de migración y un policía les da una charla informativa y les explican el porqué de su presencia ahí. Por alguna extraña razón, el “bienvenidos a casa” es el equivalente a mencionar la soga en casa del ahorcado.
“El viajar indocumentado es sumamente arriesgado, hasta puedes perder tu vida”, dice el video institucional en un viejo televisor. “Qué saben estos de perder la vida” espeta un hombre de apariencia sencilla mientras de un bocado se engulle la pupusa. El video sigue sonando con sus recomendaciones, pero para algunos lo que ven y escuchan no les sirve de nada: están dispuestos a hacer el viaje de nuevo hacia un país donde no los quieren y persiguen.
Los responsables de informar se van a sus puestos y han dejado una cajita blanca sobre una mesa que está a la vista de todos. Un hombre de uniforme azul y blanco les avisa que pueden tomar los que quieran, algunos de las primera fila se paran y toman una tira de tres condones, seguidamente uno de ellos toma otra y se la da al que tiene a su lado.
“Ma, los vas a usar de seguro con tu vieja en la noche”. Pena o discreción, el hombre mira sobre su hombro izquierdo, un grupo de mujeres lo mira. El los guarda en una irrisoria bolsita de color azul, que como él, todos portan.
Uno a uno, son llamados para brindar datos a personal de migración, médicos y policía. Los enfermos pasan primero. Los que pertenecen a la zona Oriental de El Salvador, son los segundos en ser llamados y los primeros que verán la luz.
“Al fin la luz”, le dice un hombre que espera turno al policía que tiene al frente. Este solo mueve los ojos y no le dice nada. El hombre comienza la plática, que realmente es un monólogo.
“Viera, dos meses encerrados sin ver el sol y un friyo hijueputa que hace ahí dentro…”
Mientras tanto, nadie quiere hablar con la prensa, ni los extrovertidos que gritan a las autoridades policiales y de migración “¡puta púrense hombe!”.
“Hablá con aquel mejor mirá, el de camiseta blanca…”
El hombre pequeño, de piel clara, de complexión robusta y de camiseta blanca está frente a los sanitarios. Tras unas palabras asienta con la cabeza que hay luz verde para hablar con ContraPunto.
Antonio (no es su nombre verdadero) nació en Acajutla. Tiene 47 años. Su edad no concuerda con su físico, se ve más joven. Detrás de su tono de voz afable y de su apariencia tímida, hay un torbellino existencial, quizás de esos que solo calma la muerte.
Salió de El Salvador siendo un infante, alrededor de 1967. Su vida estaba señalada por la muerte: un familiar iba a desaparecerlo del mapa. Como en la historia bíblica de Moisés, para salvarlo, su madre lo dejó al azar con una familia rumbo a Belice. La misma familia adoptiva se lo lleva a Guatemala y esta por la guerra civil de ese país, lo envía a México. Harto de rebotar de brazo en brazo, decide lanzarse a las calles. Así, familia materna y adoptiva quedan borradas de su vida. Quedó como un lobo sin manada. Cinco décadas después, él no tiene ninguna certeza sobre ellos. No tiene pistas ni recuerdos fehacientes de sus rostros.
La deportación para Antonio es como llegar al infierno. Desde que salió del país, desde aquel 1967, juró no volver a pisarlo, no volver a saber nada de él. Desde que fue apresado para ser deportado, ha vivido un infierno de dos meses pensando en que volverá a una herida que él daba ya por cicatrizada. Duros días de encierro en los Estados Unidos, tras haber sido detenido por indocumentado, lo atormentaron con el hecho de volver por estas tierras que solo le causaron dolor en la flor de su vida.
Por cada oración que emite Antonio sobre su historia, aparecen las lágrimas, su voz se quiebra, levanta la mano para pedir una pausa en la charla, lleva su tembloroso brazo derecho hacia el pecho, al lado del corazón, gira su rostro, mira al suelo y dice: “Es tan difícil, no sabes cuánto me afecta”.
Antonio llegó a México siendo un niño. Fue adoptado por una familia de michoacanos como él le llama a ese nuevo núcleo que encontró. Pequeño aún, decidió vender paletas en las escuelas junto a otros niños. Con el techo y alimento que le proporcionaba la vida, más la ganancia de sus paletas “le entró la ambición por el dinero”, reconoce.
En efecto, con su familia adoptiva pasó alrededor de cuatro años hasta que llegó la hora de buscar trabajo y vida propia. Conoció a un contador de una empresa japonesa. Este lo llevó ahí a limpiar el piso, y de ese modo, la historia de Antonio tomaría un nuevo giro, una víspera con mirada hacia el Norte.
Mientras habla, alrededor de Antonio se ha juntado un grupo de gente, les interesa la historia, acercan el oído, lo afinan por las voces fuertes que hay al fondo.
El hombre de la camiseta blanca ha cambiado de tono, su rostro está despejado, ahora habla de cómo llegó, de ser un limpiador de pisos a un cocinero, con cursos en Japón y Los Ángeles, de cómo pasó del México DF a Acapulco, de cómo de experto en comida mexicana y japonesa, pasó a ser experto en comida italiana y francesa.
“Siempre me ha gustado superarme”, dice seguro Antonio, mientras les echa un ojo a los curiosos que lo observan.
Su destreza como chef, le valió que su empresa lo enviara a Austin, Texas. Luego de estar ahí por cuatro años con permiso laboral, se aventuró a algo mejor remunerado, así perdió su estatus legal y se volvió un indocumentado, es decir, un candidato a ser deportado.
Mientras recrea los hechos pasados, de nuevo su rostro se torna contento, habla que también trabajó en un periódico de Texas llamado El Mundo. Se dedicó a cubrir la farándula, estuvo de cerca del grupo mexicano Maná y de bandas gruperas muy populares entre las comunidades latinoamericanas radicadas en Estados Unidos.
Mientras recuerda cómo fue capturado por la policía, una sonrisa aparece en su rostro, como diciendo que la forma en que cayó, fue boba: “Iba para mi carro que estaba frente a mi casa, iba en chanclas, pantalones cortos, me vio la migra y me cayó”, ríe de forma inocente, como perdonándose así mismo por lo ocurrido.
Su voz, sin embargo, vuelve a quebrarse y sus ojos se inundan, vuelven a temblarle las manos y vuelve la vista a la pared. Tras el arresto, lo obligaron a separarse de su familia, es decir, su esposa e hijo, a quienes desde que fue detenido, no volvió a verlos pues corrían el riesgo de ser deportados también.
Antonio, como el resto de sus paisanos, no es un sujeto ajeno a las contradicciones, si bien poco a poco tejió una amarga apatía hacia su país, tuvo vínculos directos con él, pues sus amistades, vecinos, compañeros de trabajo y esposa son salvadoreños. La deportación hacia El Salvador, volvió a poner frente a frente a Antonio con su pasado, ese que lo daba ya por soterrado.
Los males no vienen solos, son solidarios y puntuales. En el proceso de deportación fue tratado como un criminal, en suelo estadounidense apeló su caso, hasta que las autoridades se dieron cuenta de que no era un criminal “¿y sabes qué me dijeron? ¡disculpe!”, dice enfadado Antonio. Mientras dice eso, otro paisano de Antonio que conoció en la cárcel, le dice: “Cuéntale cómo nos trató la migra, cuéntale cómo nos engañan, cuéntale el gran negocio que tienen eso pinches cabrones”.
Las autoridades de migración se acercan y llaman a Antonio para que haga su proceso en el aeropuerto y salga hacia algún lugar del país.
“No quiero seguir hablando de esto, tengo problemas del corazón” dice Antonio. Al ser consultado de cuáles son sus planes futuros y en el país, él es categórico: “No pienso quedarme aquí más de 15 días. Tampoco seguiré viviendo en Estados Unidos, quiero vivir tranquilo, libre. No podía salir ni siquiera al parque, no podía conducir en paz porque en el retrovisor siempre ves patrullas. Iré a cualquier lugar, menos aquí en El Salvador y menos vuelvo Estados Unidos. Yo pa tras, ya no”.
Antonio se pierde en la burocracia del aeropuerto: pasa por migración, por la policía… luego de mucho tiempo, sale por la puerta que lo deja en libertad para movilizarse por donde él quiera. Nadie está ahí para recibirlo, su contacto está retrasado. Ve cómo familiares de otros deportados salen corriendo a recibirlos. Un episodio de esos casi lo hace llorar al ver a su amigo con sus familiares en un solo llanto.
“A él lo deportaron porque no sabía leer ni escribir, como siempre andaba callado, lo hallaron sospechoso y lo delataron con la migra” comenta mientras ve la escena familiar. El amigo pasa al lado de él. Ambos se abrazan, se despiden. Quizás nunca vuelvan a verse, a saber uno del otro.
Antonio reiteradas veces dijo sentirse viejo, con pocos años de vida. Su historia lo coloca entre dos tierras, a la que ninguna reconoce como suya, a donde solo ha sido un extranjero. Ha pensado volver a México, allá donde hizo su vida como cocinero experto. Tiene fe que las viejas amistades le ayuden, no a encontrar, sino a forjarse su tierra prometida. Allá esperará a su esposa e hijo… bajo la bandera de otro país que tal vez haga suyo.
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