martes, 5 de enero de 2010

LA NOCHE Y EL ABUELO- POR DAGO

Es la noche
cómplice y compañera
tímida en las noches sin luna
extrovertida en noches de estrella
alegre en los ruidos de las fiestas
y triste en las lágrimas de los dolientes.

Es la noche la que cobija y la que besa
la que oculta y protege

Cipitío.

La noche apretó los dientes, cerró los ojos y aturró la cara mientras se deslizaba por el tejado de la casa. La bajada por las paredes abrigadas por la hiedra le costó un poco más porque no había escalera. Ahí, la noche se rompió las naguas y pedacitos de oscuridad se fueron quedando trabados entre el montón de hojas puntudas y secas que apuntaban hacia el cielo.

Descansó un rato en el patio antes de decidirse a entrar a la casa, porque no sabía si adentro sería bien recibida. De sobra sabía que la llama de los candiles le causaban un leve cosquilleo y que ella, con su risa, casi los alcanzaba a apagar. Para desquitárselas se pasaba los dedos pulgar e índice por la lengua y luego, con esos mismos dedos llenos de un líquido más negro que la ausencia, restregaba la llama y la untaba de un tile negro negro que se quedaba prendido en las paredes y techos como garrapatas.

En algunos hogares, la noche se deleitaba con los cuentos que los más viejos palabriaban a sus hijos y nietos. Atenta a cada gesto, tanto del que contaba el cuento como de los que los oían, la noche colaboraba para hacer de cada cuento una experiencia inolvidable. Decía el abuelo: "Venía un hombre a caballo por el camino real, y antes de llegar a la quebrada...", y la noche se quedaba en un silencio profundo profundo que tal parecía que las palabras del abuelo eran el único sonido en el universo.

En alguna parte del cuento el abuelo dijo: "... se le apareció un animal con unos colmillos grandes y unos ojos que despedían fuego...", y la noche aprovechó el momento para puyar con un chirivisco puntudo a todos los perros que estaban cerca y éstos comenzaron a aullar como almas en pena. El aullido de los perros se arremolinó entre los cipotes y éstos lo rayaron todo con las puntas de los pelos erizados por el miedo. En momentos como esos, la noche le apachaba un ojo al abuelo, para que este siguiera con el cuento.

El abuelo, que no sabía ni leer ni escribir las letras de sus nietos, se sabía estas historias de memoria porque las había oído de sus abuelos y porque también, en más de alguna ocasión, le había tocado participar en alguna de ellas. La necesidad lo había empujado en muchas noches de insomnio a hacerle surcos a la noche con sus dedos y ésta, conociendo su secreto, guardaba todos sus garabatos en una matata para devolvérselos cuando la necesidad apremiaba. Entre la noche y el abuelo se formó una amistad que no se consigue tan fácil entre dos seres humanos: la noche le escondía las lágrimas que en raras ocasiones se le escapaban de sus ojos negros; con una delicadeza sublime le ponía lienzos de aire tibio en la frente y le peinaba sus cabellos; y para que durmiera tranquilo le enseñaba una estrella que estaba colgada en el cielo y en la cual había muchos cipotes esperando sus cuentos.

Despenicados por todo el cuarto los cipotes escuchando al abuelo, se iban arrastrando para estar más cerquita uno del otro y evitar así que el miedo se metiera mucho entre medio de ellos. Abuelo y noche percibían esa estrategia y arreciaban con lo más espeluznante del cuento. El abuelo decía: "... del hocico de aquél animal negro se desprendía una baba espesa que llegaba hasta el suelo...", y en esos momentos el abuelo recogía toda la saliva que tenía en la boca y la escupía cerca de él. " Y CATAPLÁN" decía el abuelo, al mismo tiempo que aplastaba con su pie derecho el charco de saliva todavía fresco. A algunos de los cipotes los ojos se les escapaban a salir, a otros el corazón les daba un vuelco, y a los menos valientes una humedad no muy placentera se les rejuntaba en el asiento.

"La fiera se tiró sobre el caballo del hombre..." fue la señal del abuelo para que la noche puyara con un hierro caliente al caballo del abuelo que descansaba a pocos metros de distancia. El caballo relichó violentamente como volcán que hace erupción de repente, tiró un par de patadas que le pegaron a un palo de anonas que estaba cargadito. Un par de anonas se desprendieron del palo y al caer causaron un ruido que asustó más al caballo y a los cipotes. A estas alturas los mentados cipotes se habían rejuntado de tal forma que parecían un puñito de sal colocado en el suelo.

La noche vio una mancha húmeda en el suelo que no era la escupida que hacía ratitos había tirado el abuelo. Se acercó para huelerla y comprobó que a uno de los cipotes se le había roto el valor y que su miedo había dejado huella. Se untó el dedo y se lo pasó al abuelo por la nariz para que éste supiera a que nivel estaba llegando la capiazón en la cual tenía a los cipotes, y antes que éstos descubrieran que el tufo provenía de uno de ellos les dijo: "...mientras la fiera descuartizaba al caballo, al hombre se le aguadiaron las patas y al tratar de correr se cayó varias veces, pero nunca en la quebrada, de modo que lo mojado que llevaba atrás del pantalón era de él". Y para tratar de reivindicar al cipote del miedo roto les siguió diciendo: "Ahora vaga ese hombre por todos lados, de pueblo en pueblo, y dice la maldición que cada vez que se cuente su historia, éste hombre se acercará al más valiente para dejarle la misma huella...".

La noche y el abuelo se hicieron los desentendidos para que cada uno de los cipotes tuviera la oportunidad de comprobar con disimulo si había sido él el elegido por el hombre del cuento. El cipote que desde hace rato no hallaba ni como cruzar las patas para disimular lo pegajoso de una masa, semilíquida y semisólida que le apareció en el pantalón en lo mejor del cuento, no escucho la parte de la maldición del relato del abuelo y en medio del tufo y de la pena se puso rojo rojo cuando los demás se le quedaron viendo después de comprobar que ninguno de ellos tenía la maldición del hombre que andaba de pueblo en pueblo castigando a los valientes que se atrevían a escuchar su historia.

En medio de temores y vergüenzas y de colores que se le iban y venían, y aplastado encima de su cobardía este cipote no entendía como los demás lo miraban con cierta admiración. La abuela, quien había gozado todo el espectáculo como si hubiera sido la primera vez, se convenció una vez más que la decisión de haber escogido a este abuelo por compañero había sido la mejor de su vida. Con el amor que siempre le caracterizaba, la abuela se levantó de la mecedora y sin decir palabra alguna recogió al cipote manchado y lo llevó a la pila para lavarle. "Estoy orgullosa de vos" le dijo con voz pausada, mientras le tiraba una guacalada de agua fría en las nalgas y agregó: "ahora ya puedo dormir tranquila, ya se quien me defenderá de los espantos y de los sustos".

Llegó la hora de dormir. La noche apagó los candiles con un beso y vio como cada uno de los cipotes se acomodaban en la oscuridad de sus camas. Solo uno de ellos estaba con los ojos bien pelados y el pecho descubierto y con una cara donde se dibujaban dragones vencidos en batallas de espadas y de fuego. Poco a poco la cobija fue cubriendo este pecho y la noche fue extinguiendo el fuego y guardando las espadas que quedaron regadas por el campo de batalla. Nietos y abuela se regocijaban en los brazos de un sueño placentero.

El abuelo se quedó con la noche un ratito más y le agradeció su presencia y sus atenciones. Con sus dedos hizo garabatos para hilvanarle los hilos rotos que la noche se había hecho cuando se atravesó el cerco para ir a puyar al caballo y a los perros. Esta vez no hubo ni lágrimas perdidas ni lienzos tibios porque el final del cuento había sido feliz y el cansancio del cuerpo era merecido y placentero. La noche le dio un beso en la frente y se despidió diciendo: "el cielo es un espejo grande del cual se cuelgan muchas estrellas, la que yo te enseñé: es tu reflejo".

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